(...) Desde el criterio de Friedrich Schiller, pues, existe un seguro
efecto liberador en la comedia. El liberar o purgar el alma, que
todo el mundo recuerda como la gran cuestión finalista de la kátharsis
aristotélica y cierto correlato hipocrático, era reservado a
la tragedia, aunque también relativo a la música, pues adviértase
que en la Política Aristóteles hace notar cómo a través de las melodías
sacras, que producen el frenesí místico, vemos restablecerse
las almas en virtud del tratamiento catártico. Y las almas
necesitan ser purgadas a consecuencia de, o bien de las pasiones
extremadas; necesitan ser aligeradas, como encantadas, y para
ese fin sirven las melodías purificadoras, que por demás producen
un placer inocente. Son melodías previstas, que escapan a la
peligrosidad no reglada de la música que tanto preocupaba en la
época clásica, como se puede recordar en la polémica de Damón
sobre el nomo apoyada por Platón y ese gran relato sobre el mito
de Orfeo o Apolo y Dionisos en cuyo argumento se describe el
control del ánimo y la reconducción a la mesura del sátiro perseguidor
de la doncella gracias a la intervención adecuada de la
penetrante melodía de la flauta. Como veremos, no es casual que
este mismo mito también exista referido a Pitágoras. Otra cosa
es que, a mi modo de ver, también sea pertinente interpretar la
catarsis en ciertos extremos de la representación plástica (pienso
especialmente en un caso como el de varias obras de Goya, en
tiempos modernos, una vez definitivamente olvidada la profun-
efecto liberador en la comedia. El liberar o purgar el alma, que
todo el mundo recuerda como la gran cuestión finalista de la kátharsis
aristotélica y cierto correlato hipocrático, era reservado a
la tragedia, aunque también relativo a la música, pues adviértase
que en la Política Aristóteles hace notar cómo a través de las melodías
sacras, que producen el frenesí místico, vemos restablecerse
las almas en virtud del tratamiento catártico. Y las almas
necesitan ser purgadas a consecuencia de, o bien de las pasiones
extremadas; necesitan ser aligeradas, como encantadas, y para
ese fin sirven las melodías purificadoras, que por demás producen
un placer inocente. Son melodías previstas, que escapan a la
peligrosidad no reglada de la música que tanto preocupaba en la
época clásica, como se puede recordar en la polémica de Damón
sobre el nomo apoyada por Platón y ese gran relato sobre el mito
de Orfeo o Apolo y Dionisos en cuyo argumento se describe el
control del ánimo y la reconducción a la mesura del sátiro perseguidor
de la doncella gracias a la intervención adecuada de la
penetrante melodía de la flauta. Como veremos, no es casual que
este mismo mito también exista referido a Pitágoras. Otra cosa
es que, a mi modo de ver, también sea pertinente interpretar la
catarsis en ciertos extremos de la representación plástica (pienso
especialmente en un caso como el de varias obras de Goya, en
tiempos modernos, una vez definitivamente olvidada la profun-
da exclusividad inquietante y misteriosa –peligrosa– del oído,
que en la antigüedad y en épocas y doctrinas clasicistas reservaba
con exclusivismo a las artes auditivas de poesía y música
esta finalidad). Estamos, desde luego, ante materia secularmente
tratadísima, cuando menos a partir de y en lo referente al fragmento
definitorio de la tragedia en la Poética (Aristóteles 1449b)1,
pero asimismo es a mi juicio materia de consideración de todo
punto irrenunciable.
El hecho es que el despitagorizador Aristóteles asume en la Poética,
a propósito de la definición de la tragedia, una concreción
fuertemente pitagórica como lo es el efecto catártico. Porque si
bien éste puede ser retrotraído hasta la concepción primigenia de
una mimesis como descarga de tensiones emocionales o arrojo y
vómito del danzante, en una situación de embriaguez o trance de
expresión psicológica oral, dramática, musical y de algún modo
religiosa adscribible a los ritos órficos, eleusinos y otros, se trata
asimismo de la purgación que ritualmente ordenada recoge la
tradición pitagórica –así Jámblico (79-80)– como una actividad
del sabio maestro que se servía de la música y de la danza como
medios de salud y para curar las pasiones y ciertas patologías.
Y naturalmente esa tradición, en su plano artístico e incluso cívico,
es la que configura el coro de la tragedia de Esquilo y sus
evoluciones atenuadas, tan decisiva para las interpretaciones de
Schiller (“Sobre el uso del coro”) y Nietzsche. (...)
Pedro Aullón de Haro
que en la antigüedad y en épocas y doctrinas clasicistas reservaba
con exclusivismo a las artes auditivas de poesía y música
esta finalidad). Estamos, desde luego, ante materia secularmente
tratadísima, cuando menos a partir de y en lo referente al fragmento
definitorio de la tragedia en la Poética (Aristóteles 1449b)1,
pero asimismo es a mi juicio materia de consideración de todo
punto irrenunciable.
El hecho es que el despitagorizador Aristóteles asume en la Poética,
a propósito de la definición de la tragedia, una concreción
fuertemente pitagórica como lo es el efecto catártico. Porque si
bien éste puede ser retrotraído hasta la concepción primigenia de
una mimesis como descarga de tensiones emocionales o arrojo y
vómito del danzante, en una situación de embriaguez o trance de
expresión psicológica oral, dramática, musical y de algún modo
religiosa adscribible a los ritos órficos, eleusinos y otros, se trata
asimismo de la purgación que ritualmente ordenada recoge la
tradición pitagórica –así Jámblico (79-80)– como una actividad
del sabio maestro que se servía de la música y de la danza como
medios de salud y para curar las pasiones y ciertas patologías.
Y naturalmente esa tradición, en su plano artístico e incluso cívico,
es la que configura el coro de la tragedia de Esquilo y sus
evoluciones atenuadas, tan decisiva para las interpretaciones de
Schiller (“Sobre el uso del coro”) y Nietzsche. (...)
Pedro Aullón de Haro
http://educacionestetica.com/PDF/num03/03_05.pdf
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