Desde los tiempos más remotos de la historia hombres y mujeres, especialmente las últimas, han sentido la preocupación de hermosear su rostro y su cuerpo. Las hetairas griegas pasaban la noche con el rostro cubierto con una máscara de albayalde y miel. Al levantarse se lavaban la cara con agua fría y volvían a embadurnarse la faz con otra capa de albayalde muy diluido, lo que daba a la cara una blancura que hoy consideraríamos propia de un payaso. Con un pincel se aplicaban sobre las mejillas el rojo producto de una flor espinosa de Egipto, muy cara y que se aplicaba diluido en vinagre. Se terminaba el maquillaje con toques de carmín en los labios y en los pezones. No bastaba con ello, pues una mujer, para ser interesante y especialmente las cortesanas, tenían que ser rubias, lo que conseguían con zumo de azafrán o, más simplemente, con una peluca que llamaban color de trigo.
Se dice que Cleopatra había escrito un tratado de belleza, desgraciadamente perdido, pero del que se conocen fragmentos citados por Galeno, Aecio y Pablo de Egina. De todos modos sabemos que se pintaba los párpados de color verde, usaba pestañas postizas y en sus mejillas se mezclaban el rojo y el bermellón; los labios se los pintaba de carmín, y en azul las venas de su frente y de sus manos. Previamente se había bañado en leche de burra mezclada con miel, y para disimular las arrugas de sus ojos usaba una crema a base de pulpa de albaricoque. Respecto a los ojos, recuérdese el extremado maquillaje que muestran las pinturas y las estatuas policromadas egipcias tanto de hombres como de mujeres.
El advenimiento del cristianismo trajo consigo la condena de todas las «artimañas del diablo" empleadas por las mujeres para seducir a los hombres. No se habla de las artimañas de los hombres para seducir a las mujeres. San Clemente de Alejandría autoriza los baños sin que se abuse de ellos, pero condena los establecimientos que de día y de noche se ocupan de masajear, untar y depilar y, cosa curiosa, pone como ejemplo a seguir el de la cortesana griega Friné. Un día que estaban reunidas varias damas atenienses se habló de la belleza de cada una de ellas, y Friné las desafió a que hiciesen lo que iba a hacer ella: lavárse la cara con agua fría, cosa que ninguna de las otras contertulias se atrevió a hacer. Tertuliano, san Jerónimo y san Cipriano hablan en contra de los ungüentos y los perfumes, pero la coquetería femenina ganó la batalla a los moralistas, como la ha ganado siempre, y así, por ejemplo, se puso de moda morder delicadamente una ramita de mirto con el fin de mostrar así una bella dentadura.
La Edad Media no fue una edad tan sucia como se cree. En muchos lugares de nuestro país existen bien conservados o en ruinas unos llamados «baños árabes" que muchas veces no eran tales sino judíos, pero que eran usados por los cristianos. Las condenas que se hacían del uso de tales establecimientos no se basaban tanto en un supuesto culto del cuerpo sino en su promiscuidad. Eran muchas veces centros de reunión y contratación de favores eróticos. En Alemania, según dicen sus cronistas, no era raro ver hombres y mujeres de diversa edad encaminándose medio desnudos a los baños comunales. Carlo Magno se bañaba cada día, y su corte lo imitaba. En España tal costumbre no fue muy extendida, pues la lucha contra el musulmán identificaba muchas veces los baños con las abluciones rituales prescritas por el Islam. En la primera serie de mis Historías de la Historía doy algunos datos sobre la lucha contra los baños que se produjo en la tardía Edad Media. Había un gran contraste entre las costumbres higiénicas de las cortes de león y Castilla, por ejemplo, y las de Córdoba y Granada, en donde el agua era casi objeto de veneración. Pero mientras en el occidente europeo iba progresando lenta pero seguramente la suciedad, cosa muy distinta sucedía en el imperio bizantino.
La emperatriz Irene había sido proclamada basilisa gracias a un concurso de belleza; en efecto, se había buscado en todo el imperio las muchachas más bonitas para que una de ellas fuese elegida por el emperador como su esposa. Ganó Irene, que se casó con el emperador León IV, al que dio un hijo llamado Constantino, que por cierto tuvo un mal final porque, cuando murió su esposo, Irene quiso gobernar Bizancio en lugar de su hijo, a lo que éste se opuso, e Irene, que era muy hermosa pero muy bestia, destronó a su hijo y le hizo sacar los ojos. Pues bien, esta Irene para conservar su belleza y la blancura de su piel, se servía de un ungüento a base de pepino machacado y excrementos de estornino. Y es curioso señalar que contrariamente a los egipcios, que alargaban los ojos, a los bizantinos les gustaban los ojos redondos como los del mochuelo. Como una lágrima, una gota de carmín se pinta al lado del lagrimal y, por supuesto, se pinta de rojo los labios, las mejifias y los pezones de los pechos.
Uno de mis peores recuerdos en el servicio militar está en el nauseabundo hedor que se observaba en los dormitorios al toque de diana. Sesenta o más cuerpos apretados en los camastros habían sudado y respirado toda la noche haciendo el ambiente insoportable. Recuerdo esto cada vez que voy a Santiago de Compostela y contemplo el botafumeiro. La traducción castellana de esta palabra sería la de "echahumos", y su origen se encuentra en la necesidad de purificar el ambiente del santuario producido por el hacinamiento de peregrinos. Estos, después de varios meses de caminata, llegaban sucios y malolientes a las vistas de Santiago en el lugar llamado Lavacolla. La palabra deriva del latín Zava, con el mismo significado que en castellano, y coleo, que significa testículo, lo que viene a decir que en aquel lugar se aseaban a fondo los peregrinos. A pesar de ello habla algunos que no lo hacían, y por otra parte las ropas usadas todo el viaje no debían de oler precisamente a esencia de rosas.
Durante la Edad Media gozó de gran crédito la Escuela de Salerno, en donde se formaban médicos que hablan asistido a clases impartidas por maestros judíos, árabes y cristianos. Recuérdese que estaba prohibida la disección de cadáveres en cualquiera de las tres religiones y se consideraba que las vísceras del cerdo eran las que más se asemejaban a las del cuerpo humano. Un escritor llamado Juan de Milán compuso un libro de versos en latín para popularizar las fórmulas más importantes de la escuela salernitana. Algunas son muy curiosas; así, por ejemplo, para conservar una tez fresca y lozana recomienda "tomar tres o cuatro puñados de flores de saúco, un cuarterón de jabón de Francia, tres hieles de buey y tres vasos de vuestra orina, haced que reposen tres o cuatro días en un recipiente de arcilla y lavaos la cara con dicho líquido". Se ve que las deyecciones tenían gran importancia en la medicina medieval, pues el propio Alberto el Grande en un curioso Tratado de las heces dice: "Como el hombre es la más noble de las criaturas, sus excrementos tienen también una propiedad particular y maravillosa", y en otro lugar explica: "Aunque naturalmente se siente repugnancia en beber la orina, no obstante cuando se bebe la de un hombre joven y de buena salud no hay remedio más soberano en el mundo."
Llenaría páginas y más páginas dando recetas en las que intervienen sustancias excrementicias, pero creo que con éstas hay más que suficiente.
En su Oriente originario los árabes habían adoptado de los bizantinos su gusto por los baños y los perfumes. Fueron ellos los que popularizaron en España, y en menor grado en Italia, la ciencia de la perfumería; no se olvide que fue un árabe, Albucaste, quien descubrió el alcohol a partir del vino, por lo que lo llamó espíritu de vino.
Las mujeres musulmanas pasan horas y horas en el harén maquillándose y depilándose cuidadosamente. Las cristianas son miradas con cierta aprensión porque no se depilan el pubis. Con henné se tiñen de rojo los dedos y las palmas de las manos, así como los talones y los dedos de los pies. Las dientes se los limpian con una mezcla de nácar, cáscaras pulverizadas de huevo y polvo de carbón.
No llega a tanto la ociosidad de la dama noble europea encerrada en su castillo. Pero de vez en cuando aparece un mercader de perfumes y le ofrece su mercancía. Una de las recetas milagrosas que se ofrecen es el llamado "licor de oro" preparado a partir de este metal. Pero como es muy caro son más usados en su lugar perfumes que se encierran en unos recipientes en forma de manzana como se ve en algunas pinturas de la época. Incluso la Virgen viene representada con una de estas manzanas en sus manos.
Conservar la dentadura es cosa imposible. En Oriente se intentaban hacer dentaduras postizas a base de dientes humanos arrancados de los difuntos, pero en Occidente cuando los dientes caían no podían ser reemplazados por otros. Las sacamuelas iban de pueblo en pueblo arrancando las piezas dentarias que dolían hasta dejar vacías las encías. La operación se acompañaba con el redoble de uno o más tambores que intentaban acallar los ayes desgarradores del paciente. Y ello sin higiene alguna.
Es curioso que el Renacimiento, que marca el descubrimiento del hombre en la filosofía y en la religión, descuida con frecuencia el cuidado del cuerpo. Hay excepciones, como se puede ver en Los baños de Bade de Poggio Bracciolini.
En el siglo XVI aparece una palabra para designar los caballos que tienen un pelaje blanco sucio tirando a amarillento. Se los llama isabelos o isabelinos. El origen de la palabra es incierto. Se cuenta que la reina Isabel la Católica hizo en 1491 el voto de no cambiarse de camisa hasta la conquista de Granada, que tuvo lugar el año siguiente. Es de suponer el color que tendría la tal camisa. Pero se me hace cuesta arriba creer en esta teoría por cuanto Isabel la Católica no tenía el defecto de ser sucia. Su confesor, fray Hernando de Talavera, le reprochaba a veces el excesivo cuidado que, según él, prestaba a su cuerpo. Otros autores aseguran que el origen de la palabra se debe a la infanta Isabel Clara Eugenia, quien según afirman hizo el voto de no cambiarse de camisa durante el sitio de Ostende... que duró tres años. Se comprende el color de la camisa de la infanta al cabo de este tiempo. Pero también aquí tropezamos con un inconveniente. Isabel Clara Eugenia había nacido en 1566 y murió en 1633, casó en 1599 y fue nombrada gobernadora de los Países Bajos en 1621, y durante este período tuvo lugar el citado sitio de Ostende. Ahora bien, la palabra francesa isabelle, referida a determinado pelaje de los caballos, aparece en 1595, es decir, antes de Ostende. ¿Cuál es pues el origen de la discutida palabra? Agunos filólogos dicen que deriva del árabe izah, que quiere decir león, lo cual explicaría que por similitud al pelaje de dicha fiera se diera el nombre de isabelo o isabelinos a los dichosos caballos.
Margarita de Navarra, en uno de sus Dídiogos amorosos, dice: "Ved estas bellas manos aunque no las haya lavado desde hace ocho días." Y Montaigne escribe: "Estimo que es saludable bañarse, y creo que algunos defectos de nuestra salud se deben por haber perdido la costumbre, generalmente observada en el pasado, de lavarse el cuerpo todos los días."
Con la desaparición de la higiene aumenta el uso de los perfumes, hasta el punto que las damas que no se bañan jamás acostumbran ponerse esponjas perfumadas entre los muslos y en las axilas "para no oler como carneros".
La sarna es corriente no sólo entre la gente del pueblo sino también entre la gente principal. Así, el custodio de Juana la loca escribe desde Tordesillas que las hijas de la reina "mejoran de su sarna".
Tanto Lucrecia Borgia como la célebre Vittoria Accoramboni, inmortalizada por Stendhal, cuidaban de sus espléndidas cabelleras lavándoselas por lo menos dos veces a la semana. Por cierto que aunque no tenga nada que ver con lo que se está tratando digamos que cuando murió Lucrecia Borgia, tan maltratada por la leyenda negra, se descubrió que llevaba un cilicio bajo sus vestidos.
Los perfumistas españoles e italianos son los que más éxito tienen a comienzos de la edad moderna. Es en Italia y España donde las mujeres se maquillan más y es Catalina de Médicis, italiana de nacimiento, la que introduce en Francia, además del tenedor, una serie de perfumes y productos de belleza que hacen furor en la alta sociedad francesa. Como no se lavaban, hombres y mujeres debían recurrir a los perfumes, cuanto más fuertes mejor, para ocultar su mal olor corporal.
Una de las fórmulas empleadas causó grandes destrozos en la cara de una de las damas de honor de la reina, y no era para menos, pues la fórmula era la siguiente: «Se toma plata y mercurio y se muelen en un mortero, se le añade albayalde y alumbre y se deslíe con saliva y se hace hervir con agua de lluvia; cuando la ebullición empieza se mezcla todo en un mortero." Se comprende que los resultados fuesen fatales. Una hija de Catalina de Médicis, la célebre reina Margot, inmortalizada por Alejandro Dumas, coleccionaba amantes, a pesar de su obesidad, que la impedía pasar a través de algunas puertas. Aquejada de una precoz calvicie usaba pelucas y postizos, de los que llevaba siempre unos cuantos en el bolsillo por si acaso. Orgullosa de sus voluminosos pechos, un día recompensó con una bolsa de dinero a un carmelita que en un sermón los había comparado "a las tetas de la Virgen". Increible pero auténtico.
Una industria curiosa se desarrolló en aquel momento en un lugar de Francia que es todavía hoy en día el centro de la perfumería mundial... La moda obligaba a llevar guantes en cualquier momento y estos guantes debían ser perfumados. Un pueblecito del sur de Francia, Grasse, fabricaba guantes en grandes cantidades, y los guanteros se vieron obligados a perfumarlos, por lo que se dedicaron también a la producción de aceites olorosos, para lo cual cultivaron en sus tierras naranjos, lavanda, mimosa, jazmín y, sobre todo, rosas. Hoy en día Grasse cuenta con más de dos mil técnicos dedicados a la industria del perfume.
Enrique IV de Francia no se lavaba nunca y olía a macho cabrío. Su esposa estuvo a punto de desmayarse en la noche de bodas y algunas damas sufrieron vahídos al compartir su lecho. Era hombre muy mujeriego (ha pasado a la historia con el nombre de Vert Galant, epíteto que no necesita traducción), y es curioso constatar que algunas de sus amantes gustaban del olor del rey, lo que me recuerda aquella frase popular en el siglo pasado en ciertos ambientes que decía que "el hombre debía oler a aguardiente, sudor y tabaco".
Luis XIII, también de Francia, no era tampoco mucho más limpio. Se cuenta que un día, paseando con sus cortesanos, uno de ellos le quitó algo del cuello de su casaca.
-¿Qué hacéis?
-Señor, era un piojo.
-Señal de que soy hombre-, repuso el monarca.
Pocos días después otro cortesano, queriendo congraciarse con el rey, hizo el mismo gesto que el otro.
-¿Qué hacéis?
-Señor, era una pulga.
-¿Creéis acaso que soy un perro? -Y le volvió la espalda.
De todos modos Enrique IV se bañó por lo menos una vez. Fue en el Sena, en donde antes de hacerlo, y a la vista de todos, orinó abundantemente. Su hijo, el futuro Luis XIII, recelaba meterse en el agua, por lo que su padre dijo:
-Anda, báñate y no tengas miedo que más arriba del río otros se habrán meado antes que yo.
Los inestimables libros de José Deleito y Piñuela, referentes a la época de Felipe IV de España, nos dan interesantes datos sobre la higiene y la perfumería en tiempos de este rey. "En un tocador elegante no podían faltar agua de rosas y de azahar, jaboncillo de Venecia, aceite de estoraque, de benjuí, de violetas, de piñones y de altramuces; cañutillo de albayalde, solimán labrado para blanquear el cutis, tuétano de corzo, pastillas olorosas, y otros ingredientes guardados en salserillas."
Era del mejor tono la delgadez entre las damas elegantes, y aunque las españolas de la época eran generalmente flacas -según pregonan los lienzos en que los pintores las retrataron y las memorias de los viajeros a quienes llamó la atención este particular-, aún procuraban ellas, con artificios, reducir la natural redondez de las formas femeninas. "La carencia de pechos -escribe madame d'Aulnoy- es otra de las condiciones que aquí determinan una belleza femenil, y las mujeres cuidan mucho de que su cuerpo no tome formas abultadas. Cuando los pechos empiezan a desarrollarse, los cubren con delgadas laminillas de plomo, y se fajan, como se faja a los recién nacidos."
Lo mismo y en forma análoga comenta otro narrador coetáneo galo, señalando cl contraste de las españolas con las francesas y venecianas, que, al revés de aquéllas, procuraban abultar su seno.
"Pero lo más general en materia de aliños y afeites, eran los colores con que se embadurnaban las damas. Constituía un teñido casi general, pues se pintaban mejillas, barbilla, garganta, punta de las orejas, hombros, dedos y palmas de las manos, y lo hacían dos veces diarias, al levantarse y al acostarse. A veces, también se coloreaban los labios. Si no, se ponían en ellos cera."
En su Viaje en España, madame d'Aulnoy describe de visu cómo se maquillaba una dama de esta época: «Luego cogió un fraseo lleno de colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la frente, sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Díjome que así se pintaba todas las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse; que no le agradaba mucho acicalarse de tal modo, y que de buena gana dejaría de usar el colorete; pero que, siendo una costumbre tan admitida, no era posible prescindir, pareciendo, por muy buenos colores que se tuvieran, pálida como una enferma, cuando se compararan los naturales con los debidos á los afeites de otras damas. Una de sus doncellas la perfumó luego desde los pies a la cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua de azahar, tomada sorbo a sorbo, y con los dientes cerrados, impelida en tenues gotas para refrescar el cuerpo de su señora. Díjome que nada estropeaba tanto los dientes como esta manera de rociar; pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja, como la que cumplía tal empleo, arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca."
Luis XIV de Francia se bañaba únicamente cuando se lo prescribía el médico, ya que como preconizaba Teofrasto Renaudot, "el baño, a no ser que sea por razones médicas o de una absoluta necesidad, no sólo es superfluo sino perjudicial". El Rey Sol cada mañana se limpiaba la cara con un trozo de algodón impregnado de alcohol o bien con saliva, como los gatos. Bajo las aparatosas pelucas de los cortesanos pululaban los piojos, y datan de entonces estas manos de marfil que rematan un mango más o menos largo. Servían para rascarse la cabeza debajo de la peluca.
Pero es también por esta época cuando una monja vende a Jean-Marie Farina la receta de una agua perfumada que contiene alcohol. Se fabrica en Colonia y es conocida aún hoy en día con el nombre de agua de colonia.
"Historias de la Historia", Carlos Fisas, 5º ed., Planeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario