viernes, 14 de enero de 2011

¿Cuándo se une el alma al cuerpo?


¿Cuándo se une el alma al cuerpo? Si miramos hacia la Historia de la Embriología nos encontramos en Grecia con la doctrina de la «panspermía», atribuída a Heráclito y Anaxágoras y expuesta por el autor del tratado De diaeta (que figuraba entre las obras atribuidas a Hipócrates), según la cual, desde el principio del mundo existen los gérmenes de todos los vivientes perfectamente organizados; porque, como decía Anaxágoras, «¿cómo puede proceder el cabello de lo que no es cabello, y la carne de lo qué no es carne?» Enfrente de esa teoría construyó Aristóteles la doctrina «epigenética», según la cual él organismo se va modelando y organizando lentamente durante la vida intrauterina, a partir de una masa germinal homogénea que tiene en potencia el futuro viviente. Consecuente con sus principios hilemórficos y su definición del alma, afirmó también que el embrión recibe sucesivamente formas substanciales cada vez más perfectas, en conformidad con el grado de perfección que va adquiriendo la materia organizada. En cuanto a la época en que el embrión muestra configuración humana, distingue Aristóteles, según que se trate de varones o de hembras: los primeros tienen miembros bien caracterizados a los cuarenta días; las segundas, después de tres meses. En ese error de pensar que las hembras tardan más en organizarse que los varones, cayeron también Asclepiades, Hipócrates, o quien sea el autor del De natura pueri (que algunos atribuyen a su yerno Polibio) y no pocos médicos posteriores. Por los detalles que da Aristóteles, especialmente al señalar la magnitud del embrión de cuarenta días, se ve que no hablaba a capricho, sino basándose en conocimiento experimental. Erófilo, el insigne médico de la escuela alejandrina, y los estoicos sostuvieron la singular opinión de que el alma humana no se une al cuerpo hasta que el recién nacido respira por vez primera. Resucitaron esa doctrina el rabino Saul Mortera y el médico de Praga, Juan Marcos, fundándose en que antes del nacimiento el feto no goza de existencia individual e independiente, sino que es una parte de la madre. Fue condenada por Inocencio XI el 2 de marzo de 1679.

Entre los padres de la Iglesia que se ocuparon del problema son casi excepción (Lactancio, San Jerónimo, Teodoreto, Gennadio...). La mayor parte aceptó la animación inmediata; lo que no es de maravillar, si se tiene en cuenta que en muchos de ellos ejerció gran influencia la doctrina neoplatónica; que algunos fueron materialistas, y que no pocos defendieron el traducianismo.

Los médicos-filósofos árabes contribuyeron al esclarecimiento del problema desarrollando el concepto de potencia formativa, que Aristóteles sólo había esbozado de manera vaga. Admitida la «epigénesis», es preciso señalar una causa inmediata de las maravillosas transformaciones de que nos da cuenta la embriología descriptiva. Avicena, en el Canon medicinae, distingue tres potencias generativas; una que prepara los elementos germinales en el cuerpo de los padres, y otras dos que residen en el mismo embrión, la una para distribuir las substancias de que depende la complexión y la otra para organizar el cuerpo del nuevo viviente. Avicena pone las potencias generativas al mismo nivel que las otras facultades vegetativas; pero Averroes, no acertando a explicarse de otra manera la admirable eficacia de la energía formativa, dice que es una virtud divina e inteligente. Por lo que se refiere al tiempo que transcurre entre la fecundación y la organización de los miembros principales, Avicena, en un párrafo harto obscuro, opina que se requieren de treinta y cinco a cuarenta días, y parece irritarse contra los médicos que establecen en esto distinción entre los varones y las hembras. En De animalibus (L. XVI) enseña que el alma racional se une con el cuérpo cuando se han formado el corazón y el cerebro. A Averroes se atribuye la opinión de que el alma espiritual no se une al cuerpo hasta que el niño pronuncia los nombres padre y madre.

Es muy significativo él hecho de que los escritores escolásticos, filósofos, teólogos, juristas y médicos, desde el siglo XII hasta el XVII, se mantuvieran unánimes en defender la animación retardada, no obstante la frecuencia con que discrepaban en muchísimas otras cuestiones. Por lo que hace al aspecto teológico del problema, San Anselmo llega a decir que no cabe en cabeza humana que el embrión esté dotado de alma racional desde el momento de la concepción. No es, pues, de maravillar que, como queda dicho, no dudaran en sacar consecuencias prácticas del orden moral, del jurídico y del disciplinar. Las discrepancias que surgieron se referían a puntos secundarios: naturaleza y funciones del agente organizador, sucésión de las almas, duración del período prerracional, etc. Acerca de esta última cuestión, o sea del día preciso en que el alma humana se une al cuerpo del embrión, hubo gran diversidad de pareceres. Pero la culpa no era de los filósofos, sino de los médicos, que desde muy antiguo andaban a la greña acerca del tiempo que se requiere para que el embrión adquiera forma y organización específicamente humanas. Entre los que restringieron notablemente la duración de ese período se encuentran el español Fernando Mena, médico de cámara de Felipe II, quien, reproduciendo las enseñanzas del libro hipocrático De carne, redujo ese período a siete días.

Aunque el «preformismo» de algunos filósofos griegos parecía haber sido totalmente aniquilado por el «epigenismo» aristotélico, lo cierto es que no dejó de levantar cabeza de vez en cuando; y así le encontramos profesado por nuestro Séneca, y en el siglo XVII resurgió con tal ímpetu, que casi ahogó la doctrina contraria, triunfando durante cerca de dos siglos y constituyendo un caso singularísimo de alucinación científica colectiva, precisamente cuano do se comenzaba a emplear el microscopio en el estudio de la embriología. Los primeros nuevos brotes del «preformismo» se encuentran en una obra del médico veneciano José dégli Aromatari, el cual decía qué en las semillas se encuentran formados y en miniatura todos los órganos de las plantas. Más tarde (1669), el gran fisiólogo holandés Juan Swammerdam, el primero que observó la segmentación del óvulo fecundado, fundándose en la observación de los insectos, especialmente de las mariposas, sostuvo que en los órganos genitales femeninos se encuentran los animalillos perfectamente organizados, que sólo han menester de crecimiento. Poco después llevó las cosas al extremo, formulando la teoría de la incapsulación: si en el óvulo hay un animalito completamente organizado, estará dotado de órganos genitales, y, si es hembra, tendrá ovarios y óvulos y en ellos habrá otros animalitos más pequeños provistos también de todos los órganos, y así sucesivamente. Aplicada al hombre esa doctrina, nació la leyenda de los homúnculos, y Swammerdam no tuvo reparo en predecir que dejaría de existir la Humanidad cuando se agotara el depósito de «homúnculos» que Dios depositó en los ovarios de Eva y que se han ido repartiendo entre sus descendientes del sexo femenino. El ilustre médico italiano, Marcelo Malpighi, apoyó la tesis preformista, asegurando que, según su experiencia, por muy pronto que se observe el huevo fecundado de gallina, siempre se encuentra en él un pollito ya organizado; pero el apoyo principal vino de los naturalistas que empezaban a utilizar el microscopio en el estudio de los elementos germinales masculinos. Antonio Leeuwenhoek, el descubridor de los espermatozoos, creyó haber encontrado en el semen unos animalillos, y pocos años más tarde (1699), Francisco de Plantade (Dalempatius) dibujó «homúnculos» encapuchados, que decía haber copiado del natural. Léeuwenhoek reprodujo las figuras, dándolas como fiel representación de la realidad. Supuesta la verdad del preformismo, el momento de la infusión del alma espiritual no ofrecía dificultad especial. Si en cualquiera de los elementos germinales hay un «homúnculo», o sea un cuerpo humano perfectamente organizado, los mismos principios de la psicología escolástica exigen que se le suponga dotado de alma racional. No es, pues, de maravillar que, junto con la doctrina epigenética, fuera generalmente desechada la tesis de la ánimación retardada.

A causa de la imperfección de la técnica microscópica era desconocida la naturaleza de los gérmenes, hasta el punto de que él gran embriólogo Carlos Ernesto von Baer todavía pensaba en 1827 que los elementos germinales masculinos eran animalillos, y por eso los bautizó con el nombre de spermatozoa. Hasta que A. Kölliker, en 1841, describió su histogénesis, no se conocía con certeza su carácter celular; y el modo de la fecundación, o sea la unión de las células germinales, no fué conocido hasta que en 1875 le observó Oscar Hertwig en algunos animales. Con estos descubrimientos y con el estudio de las primeras fases del desarrollo embrionario en muchas especies del reino animal, resurgió con ímpetu irresistible la doctrina epigenética de Aristóteles, y quedó oprimida por la losa del ridículo la teoría preformista, que en mal hora había triunfado durante largos años. Pero la doctrina epigenética, tal como la había formulado Aristóteles y la había resucitado G. F. Wolff, tuvo que sufrir algunos retoques. No se puede, por ejemplo, admitir que el embrión se desarrolle a partir de una substancia homogénea y, por consiguiente, desprovista de vida. La vitalidad y heterogeneidad de partes del óvulo fecundado son cosa que hoy no puede ponerse en duda; pero aparte de la heterogeneidad de los elementos celulares visibles al microscopio, que no basta para explicar los fenómenos de la ontogénesis, se ha tratado de encontrar otra heterogeneidad de elementos más profundos, sin que hasta el presente se haya logrado otra cosa que señalar las llamadas localizaciones germinales, o sea regiones del óvulo que contienen, no formalmente, como decían los preformistas, sino virtualmente o en potencia los futuros órganos del embrión.

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