A fines del siglo XVIII, el médico francés Pierre Ordinaire (algo así como "Piedra Cualquiera", en castellano) se exilió por razones políticas en la ciudad suiza de Couvet, en el cantón de Neufchatel, y allí se puso a ejercer sus dos oficios: el de sanar enfermos y el de fabricar pócimas curativas. Fue a poco de instalado en Suiza cuando Ordinaire comenzó a recetar a sus parroquianos una panacea llamada "elixir de absinthe", hecha a partir de una hierba conocida como ajenjo y cuyos nombres científicos --según variantes-- son artemisia absinthum, artemisia mitelline o artemisia pontica. Cuenta la leyenda que, a su muerte, el doctor Ordinaire legó la misteriosa receta a su gobernanta y que ésta enseguida la vendió a dos señoritas de apellido Henriod, quienes se pusieron a explotarla comercialmente, cultivando lo necesario en sus propios huertos y destilando el elixir en su cocina, con la ayuda de un pequeño alambique. En las pocas etiquetas que han sobrevivido aún puede leerse: "Extracto de ajenjo, calidad superior, única receta de Mlle. Henriod de Couvet". En 1797, las hermanas Henriod decidieron vender la receta a un próspero comerciante de apellido Dubied, que montó la primera fábrica de absinthe, asociándose para ello con su hijo Marcelin y con su yerno Henri-Louis Pernod.
Desde tiempos antiguos, el ajenjo (que crece en toda Europa, excepto en el extremo Norte) había sido utilizado con fines medicinales. Un papiro egipcio del 1.600 a.C. lo menciona por sus virtudes tónicas, diuréticas y antisépticas. Hipócrates lo recomendaba contra la ictericia y Galeno contra la malaria. Etimológicamente, "absinthium" quiere decir en griego "carente de dulzor" o "imposible de beber". En francés existe la expresión "avaler l'absinthe" (tragarse el ajenjo) que significa soportar algo desagradable o doloroso con estoicismo. Según parece, los vencedores en los antiguos juegos Olímpicos eran obligados a beber una bebida mezclada con ajenjo para que, al tiempo que saboreaban el éxito, no olvidaran las pasadas amarguras y derrotas. Ya durante la Edad Media eran corrientes ciertos "vinos de ajenjo" hechos con hierba, anís e hisopo y consumidos para aliviar anginas, inflamaciones de párpado y dolores de muela.
La novedad del emprendimiento de Dubied y Pernod fue que su elixir no era vendido por boticarios, sino en las tiendas de licores y bebidas, en caracter de aperitivo digestivo. Tan exitoso resultó el negocio que pronto el yerno se emancipó para fundar su propia destilería, a la que bautizó Pernod Fils; acto seguido, a comienzos del siglo XIX, como una forma de evadir impuestos, resolvió mudar su fábrica a Portarlier, Francia.
Los pocos pero fervorosos historiadores del ajenjo afirman, de modo coincidente, que las guerras del siglo XIX contribuyeron a la difusión de la bebida. Unos cuentan que el absinthe corría entre los soldados que pelearon la guerra franco-prusiana en 1870/71. Otros, como Jean Claude Bologne en su "Histoire morale et culturelle de nos boissons" (Historia moral y cultural de nuestras bebidas, edit. Robert Laffont), sostienen que las tropas francesas que participaron en la guerra contra Argelia (1844-1847) recibieron ajenjo como prevención contra la malaria. Dado que la bebida tenía una graduación alcohólica muy alta (entre 50° y 70°), muchos se volvieron adictos.
A su regreso en Francia, los combatientes de una y otra guerra siguieron bebiendo ajenjo. Pronto los cafés de los grandes bulevares de París empezaron a servirlo y la burguesía, que admiraba a los soldados, decidió también probarlo. El apogeo del ajenjo tuvo sede en la capital francesa, entre 1880 y 1914. Las estadísticas arrojan que en 1910 se bebían en Francia unos 36 millones de litros de absinthe por año, frente a los 700 mil de 1874; que, de los miles de licores disponibles, el consumo de absinthe abarcaba el 90%, y que por entonces existían en París unos 360 mil cafés y cabarets. Hay quienes creen que el boom de los cafés se debió a la mala condición de las viviendas; la gente prefería salir y, de paso, socializar. Las cinco de la tarde pasó a ser "la hora del hada verde" o "la fée verte", tal el apodo que se le daba al ajenjo.
Aunque el Pernod (que, además de artemisia, presumiblemente contenía hinojo, enebro y nuez moscada) es considerado por todos como el parámetro en materia de absinthe, de la misma forma que la Coca Cola lo es en materia de bebibas cola, pronto empezaron a salir nuevas marcas, como el Absinthe Robette o el parecido Pernot. Se calcula que hacia fines del siglo XIX había unos 200 fabricantes de ajenjo. Muchos afiches Art Nouveau de la época dan cuenta de la competencia; en el de Absinthe Parisienne, por ejemplo, una bruja le dice a una muchacha vestida de verde: "Bebe y después verás...". Sarah Bernhardt hizo publicidad para el Absinthe Terminus y un presidente de la República, Carnot, prestó su imagen y su nombre para otra marca. Hasta hubo el caso de cierto ingenioso bodeguero que lanzó el ajenjo marca "Le Même" ("El mismo"), con el propósito de aprovechar los equívocos. "Garçon, otro ajenjo", gritaba el cliente. "¿El mismo?", preguntaba el mozo y a menudo acababa sirviendo un vaso de "Le Même".
Es posible que el rito que requería el absinthe a la hora de ser servido aumentase su popularidad. El rito era el siguiente:
a) se servía en un vaso una medida
b) se colocaba sobre el vaso una cuchara perforada, una especie de colador barroco
c) se ponía un terrón de azúcar en la cuchara
d) lentamente se vertía agua helada a través del colador azucarado, en una proporción de 4 ó 5 medidas de agua por una de ajenjo.
Claro que había diferentes costumbres: algunos preferían beberlo puro, otros lo mezclaban con vino helado en vez de agua o fabricaban cóctels agregando limonada, naranjada o pimienta. El famoso Toulouse-Lautrec decía haber inventado una mezcla de ajenjo y coñac llamada "Terremoto". Lo cierto es que el líquido, de un color verde intenso, se modificaba con el agua, volviéndose opalino, teñido a veces de reflejos amarillos. En un artículo recientemente publicado en Los Angeles Times ("Un fruto olvidado y prohibido", de Charles Perry), el método de preparación es visto como un antecedente a los rituales de los junkies y el color verde de la bebida como un antecedente a los mandalas psicodélicos en los años sesenta, ya que "ambos significaban éctasis". Lógicamente, un argot fue acuñándose en torno a esta ceremonia, casi al filo de la alquimia: "opaline" pasó a ser un alias del ajenjo, y la palabra "louche" se aplicó para describir el momento en que el licor cambiaba de aspecto. Se creía que un absinthe era mejor cuanto más pronunciado fuese el louche. Los bebedores empedernidos se pusieron a coleccionar cucharas de metal. No tardaron en salir modelos más y más rebuscados, por ejemplo uno con forma de Torre Eiffel. Algunos bares llegaron a tener fuentes de agua helada, entre ellos la Old Absinthe House que aún puede visitarse en la calle Bourbon, en Nueva Orleans, y que testimonia el fugaz esplendor del ajenjo en los Estados Unidos.
Pero hay, más allá del ritual, otra explicación para el aumento del consumo de absinthe registrado en plena Belle Epoque. Alrededor de 1875, una plaga redujo enormemente la producción de los viñedos de Francia. Al ver cuánto aumentaba, en consecuencia, el precio del alcohol de vino con que fabricaban su licor, los productores de ajenjo decidieron en masa empezar a utilizar alcohol de grano o industrial. La calidad se abarató menos que el precio. Los ventas del absinthe treparon a tal punto que pusieron en jaque el sempiterno liderazgo del vino, bebida nacional por excelencia entre los franceses.
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