La relación entre la pintura y la muerte también ha sido analizada desde la literatura, un discurso depositario de tensiones visuales inconscientes. "El retrato oval", un cuento de Edgard Allan Poe (1850), refiere la historia de un pintor, su obra y la muerte de lo representado. El relato está narrado en primera persona por un hombre herido, casi al borde del delirio, que llega a recuperarse a un castillo de pasado esplendoroso, pero ya en franca decadencia: los muros están repletos de pinturas de marcos dorados, decorados con ricas figuras arabescas. Poe enlaza pintura y literatura de manera explícita, pero sutil: el narrador encuentra "en su almohada" un libro o catálogo que contiene una explicación del origen de cada pieza del castillo, y se pone a leer con avidez. A la medianoche, ya cansado por el peso del candelabro que ilumina su lectura, intenta cambiar de postura sin despertar al criado que lo acompaña. Al hacerlo, alumbra sin querer un punto ciego, una esquina oscura del castillo en la que se encontraba colgado el misterioso retrato oval. Su primera reacción es cerrar los ojos. Luego, medita y descubre que su temor fue causado por el realismo de la composición, que lo lleva a pensar por un segundo que la cabeza de la joven retratada era real. El resto del cuento es la exposición de la historia del retrato, de cómo fue pintado, información que el narrador extrae del libro-catálogo. La joven modelo era la esposa del pintor, muerta justo al momento de ser terminada la obra. Poe sugiere una clara conexión entre el proceso de retratarse y la muerte, al afirmar que el pintor "no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado". El traspaso de la imagen al lienzo hace que la vida de la mujer se vaya apagando "como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse", y que el cuadro tome en su lugar la apariencia de "la vida misma". La representación de la joven modelo y esposa resulta estar más viva que el original: así lo afirma el pintor al final del cuento y el propio narrador es capaz de pensar, lleno de temor, que la imagen que ha visto corresponde a la realidad. Por ello cierra sus ojos, pero luego los abre para leer: la escritura queda plasmada como suplemento de la pintura, que la completa y desborda, a la vez. A través del proceso de representación pictórica, la joven esposa pasa de ser sujeto a ser objeto de la representación. Este proceso queda sellado por la enmarcación del retrato, último signo que le permite al narrador descifrar la presencia de la mujer como imagen: "No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante". El marco –el parergon estudiado por Jaques Derrida– era dorado y morisco, índice de la obra de arte como mercancía, que funciona aquí simbólicamente como una tumba. (...)
La imagen posee un estatus privilegiado en la sociedad. Desde sus orígenes, presentó la promesa de hacer presente lo ausente. Pero esta promesa siempre ha ido acompañada de un punto ciego, obturado, que es la relación entre la imagen y la muerte. El vínculo mortífero se ha explicitado históricamente de maneras diversas, y los ejemplos aquí citados van desde la anamorfosis barroca, hasta el cine de terror, pasando por el frecuentemente comentado nexo entre fotografía y muerte. Al convertirse la imagen en espectáculo, la conexión entre imagen y muerte cobra mayor relevancia, sobre todo si pensamos en la revolución digital, ya que las imágenes parecen haberse liberado del negativo fotográfico, siendo más fácilmente manipulables. Del mismo modo, la gráfica computacional hace posible la elaboración de realidades virtuales, que generan ansiedad en el espectador desprevenido, que podría no distinguir lo que ve como una "imagen" (situación contraria a lo que le sucede al narrador del cuento de Poe). (...)
"Imagen: mercancía mortífera" de Valeria de los Ríos
"EL RETRATO OVAL" E. A. Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"
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